martes, 7 de febrero de 2012

La Casa de Manuel Mujica Lainez




Mujica Lainez es sin duda uno de los mayores exponentes del arte prosaico en la letras castellanas. Novelas suyas como Bomarzo, Los ídolos, El escarabajo y muchas más, así lo confirman. Sus hondos conocimientos de arte, historia, y un sin número de temas, se ven respaldados palabra por palabra en sus acertadas construcciones literarias. Su fascinación por los objetos (la cual confesó a lo largo de su vida), es un constante referente en su obra. En "Aquí vivieron", por ejemplo se narra la historia de una quinta, de una propiedad rural, que pasa de una generación a otra y arrastra consigo, los avatares de sus ocupantes. Esta obra se constituye de varios cuentos, que realmente hacen parte de un todo, teniendo como protagonista la citada quinta.

"La casa", el libro que ahora nos ocupa es una construcción posterior a "Aquí vivieron" (cinco años después, 1954). Esta última, parece entonces ser un borrador de la primera, pues es en "La casa" que Manucho, da rienda suelta a su estilo dramático y a su prosa impresionante, para recrear una historia en tercera persona, narrada por un objeto, en este caso una casa, "La casa".

"Vuelvo a pensar en estas cosas ahora, con la doble penetración serena que otorgan la distancia de los hechos evocados y la proximidad del fin, y me digo que el propósito de halagar y entretener a la corte superficial de Beauvais no fue más que un pretexto, y que en realidad todo mi mundo, todos mis mundos gozaban con los amores carnales de Monsieur Renard y de Rosa, simulando hipócritamente que actuaban en beneficio exclusivo de Júpiter y los suyos, porque no bien los del tapiz daban rienda suelta a sus pullas, los óleos vecinos y la Charmeuse de Pigeons las recalcaban, y el aviso de que el chef iba hacia la mucama, de que el hombre iba cautelosamente, como desde que fué creada la Tierra hacia la mujer, subía, triunfal, por las gradas de mármol, reexpedido por la hija del Rey de Egipto a las estatuas que rodeaban el hall en alta galería, de suerte que el proceso entero, desde el comienzo tímido, preludiado por el piar de un ruiseñor suizo que era como una flauta, hasta los orquestales cobres y parches representados por los jarros alemanes del antecomedor, y hasta los cuartetos, los quintetos, los sextetos que transportaban en alas tenoriles, baritónicas o sopránicas a los personajes del techo italiano, y hasta los violines rientes del tapiz francés, y las arpas melodiosas de la princesa de Egipto y de la Charmeuse, y por último, allá arriba, hasta la gloriosa coronación con las trompetas de las estatuas retóricas retóricas -los Gladiadores, Guillermo Tell, la Elocuencia y el Leñador-, el proceso entero tenía noche a noche una complicada fuerza sinfónica, la fuerza in crescendo de un canto de pasión wagneriano iniciado en los balbuceos descendentes de la escalera de servicio y terminado en los alaridos ascendentes de la escalera principal, un canto al que todos tratábamos de disimular, de quitar trascendencia, como si lo único que nos interesara fuera distraer el ocio de un grupo de snobs tejidos contemporáneos de Luis XV, y si el canto que en el fondo nos avergonzaba bastante no existiera".

Empresa ambiciosa esta, que siempre denota la preponderancia del objeto y de sus historia por encima de la de sus ocupantes, propietarios y empleados, aún cuando la gama de estos es vasta y recrea una deliciosa y sencilla trama que podría tomar otros rumbos. Pero no, el propósito del autor parece estar enfocado solo en la casa, y lo logra. 

La gran casa ubicada en el mejor barrio de Buenos Aires, cuyo propietario es una de las familias más prestantes del país, está encabezada por un senador de la república. Como es de entender, la casa acoge a los más singulares e ilustres visitantes de varias partes del globo, pero eso sí, siempre son gentes importantes, es la impronta del inmueble, la distinción de sus ocupantes y visitantes. Al menos la mitad de la novela, está fincada en el propósito de describir la majestuosidad de la casa, de sus frescos, su salón japonés, su gran piso, las lámparas Luis XIV que la iluminan, y las monumentales estatuas y cariátides que descansan en su jardín.

Con un gran destreza la casa habla, piensa, describe, analiza y describe las situaciones que en ella se viven; también los temperamentos y características de sus ocupantes y conoce sus más oscuros secretos, sin que ellos siquiera lo imaginen. Y como es de imaginarse, sus ocupantes se van yendo, van muriendo, y tras sus desapariciones van dejando historias inconclusas que se pierden en la narración. Manucho evita la tentación de irse tras una historia, de perderse tras un personaje, así que de alguna forma a los más importantes de ellos, los incorpora a través de apariciones fantasmagóricas, de su invisible presencia como ánimas que son una con la casa, indisolubles. Es lo que pasa con Tristán, aquél joven muchacho que fue lanzado desde el balcón y encontró la muerte a temprana edad, pero que nunca dejó de observar lo que pasaba al interior del edificio y llegó a ser el favorito de la Casa.

"Antes le temía al frío. Antes me encerraba dentro de mí misma para reposar. En cambio hoy necesito ese frío destilado en la quietud nocturna y que cae como un bálsamo sobre mis ardientes heridas. Entonces, durante un período que se extiende hasta el amanecer, torno a ser dueña de mí, recupero mi espíritu, soy capaz hasta de reír, hasta de burlarme, hasta de ponerme a adornar las palabras como cuando era joven y me divertía tanto hacerlo, porque una casa como yo no puede hablar sino lujosamente. Vivo de noche. Me sobrevivo de noche. Soy una vieja noctámbula que de noche monologa... Y en eso me parezco a Clara, en esa urgencia de tejer mis recuerdos como un tapiz, con hilos negros y con hilos de oro, hasta que el incendio que crepita dentro de mí, escondido entre las cenizas por las sobras de la noche, crezca y se apodere de ese tapiz también y consuma mis recuerdos en una efímera llama".



Con estas reglas, transcurre la historia de la gran familia aristócrata bonaerense, pero pasa con una narración si se quiere un poco caprichosa, que juega con los tiempos, se devuelve a lo ya acontecido, se adelanta a los acontecimientos y con cierto desaliño va diciendo cuando van a morir los personajes, como tranquilamente alguien podría contar la historia de algunos conocidos. La casa narra, a medida que se va acordando de los hechos y no le importa volver a un acontecimiento ocurrido treinta o cuarenta años atrás.

Es así como, a medida que sus propietarios y herederos van desapareciendo, la propiedad viene a quedar en manos de la servidumbre, de los que fueron más leales y persistentes con sus patrones, y ahí la casa se verá invadida por un sentimiento de indignidad, de deshonor, al ser de su propiedad. Los personajes pintados en el gran fresco italiano del salón, también juzgaran a sus nuevos dueños y recordarán con melancolía esos tiempos mejores en que la gran mansión era protagonista de la vida social y política de la ciudad, en que todos sus empleados procuraban su aseo y el mantenimiento de su belleza natural, que realzaba su imponencia  en el vecindario. 


En este punto, la casa se verá descuidada, poco valorada, más allá que por su valor económico. Sus majestuosos pisos de parqué serán embadurnados por la mugre que poco a poco los poseerá, los gatos se convertirán en amos del lugar, y las historias de odio y ambición de sus abyectos ocupantes marcarán su destino propio. El mal olor que expele será el aliento de ese enfermo que nos presenta Manucho, de una decadencia que siempre está presente, de la enfermedad del tiempo que no excluye, y que al final solo despierta gracia, la sórdida vejez que da risa. Solo los fantasmas irán con ella hasta el final. 

"También yo he sido durante años, mi propio fantasma. También yo me fui borrando en la calle Florida, desde que me dejaron mis señores. Algunos pasantes se detenían a mirarme, intrigados por mis balcones cerrados, por la mugre que en mis ventanas se endurecía, por el olor que en ciertas ocasiones, repentinamente, se escapaba de mí, y flotaba alrededor como el aliento e un enfermo. Tal vez pensarán que estaba abandonada, que era una de esas casas clausuradas por los litigios egoístas de las testamentarías y que nadie puede habitar ni gozar. O tal vez se les ocurriera, en los primeros tiempos, cuando mi dejadez y mi suciedad no se había pronunciado aún, que yo era una de esas misteriosas oficinas públicas que siempre funcionan a otras horas -mucho antes o mucho después- que las que allí nos conducen. Pero para casi todo el mundo me fui esfumando y velando como una placa puesta al sol. La gente pasaba delante de mí sin notar mi presencia. Fué como si yo hubiera dado un paso hacia atrás, recogiendo la oscuridad de mi falda de Esfinges, de Apolos, de capiteles de acanto y de guirnaldas, y me hubiera sumergido en la penumbra, en tanto que mis dos vecinas inmediatas usufructuaban la atención con sus vidrieras y sus avisos luminosos, estridentes. Yo, en una época he sido el centro de las miradas, me volví invisible. Y me alegré que así fuera, porque mis andrajos daban lástima".

Una obra narrada de una manera inusual, desde una tercera persona inusual, con la prosa que solo ha escrito Mujica Lainez, con la erudición que siempre caracterizó su obra, que llena pero no agobia, una novela que constantemente está diciendo que los objetos están más vivos que los humanos, que son más sensibles que estos y que como ya lo dijo el gran Manucho "nunca mienten", mentimos nosotros que los tergiversamos, que los falseamos.

"¡Qué soledad!, ¡qué soledad, Dios mío! Nadie, ni el ermitaño más austero, vive tan solo como una casa abandonada. Una casa ha nacido para que la habiten, mientras que un hombre puede imponerse, si se le antoja, el apartamiento salvaje y desnudo del destierro. Una casa no... una casa no... Vacía, no se justifica, y se transforma en algo monstruoso, contra natura, peligrosísimo... Se llena de sombras perversas, de humedades amenazadoras, de ecos agoreros. Y en mi caso todo ello se agravaba por la proximidad de la vida de la calle, bullente, sonora, que me rozaba con su enorme desdén".


Citas tomadas de: MUJICA LAINEZ, Manuel, La Casa, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, Tercera Edición, septiembre de 1969.

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